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¿QUIÉN SE ACUERDA DE ELLOS?

¿QUIÉN SE ACUERDA DE ELLOS?

El acoso escolar no es más que una enorme piscina que espera ansiosa a que otro niño salte de cabeza desde el trampolín más alto. El problema no es la altura, sino que la piscina está vacía. Está vacía y aun así, nos salpica a todos.

Resultado de imagen de acoso escolar mafaldaEn enero de 2016, Diego, un niño madrileño de 11 años, se arroja por la ventana de su casa. Todo apunta a que ha sufrido acoso escolar durante los últimos años. Sus padres, que parecen estar incluso más muertos que el propio niño, consiguen abrir una investigación contra el centro en el que estudiaba su hijo, para inculpar tanto a profesores como a alumnos, para hacer justicia. Otros padres, aprovechando el revuelo mediático, se suman a la causa y hacen público el caso de María, una niña que se había tragado más de una docena de pastillas para escapar del mismo suplicio que sufría Diego. “En ese colegio están pasando cosas raras”, declara el padre de Diego. La investigación se cierra. Los claros indicios presentes en la carta de despedida del niño, la repercusión mediática  y el apoyo recibido desde todo el territorio nacional empujan a que se reabra el caso. Pero claro está, nada es suficiente.

Al caso de Diego y al de María se suman otros tantos. Asad, Arancha, Carla, Jokin, Rocío… todos víctimas del acoso en la escuela y además, víctimas del olvido. Sin embargo, ellos no son los únicos. Según un artículo de El País, 1 de cada 10 alumnos en España asegura que ha sufrido bullying, mientras que 1 de cada 3 admite que ha agredido físicamente a un compañero.

Tras una investigación desarrollada por Save the Children, las víctimas son, nada más y nada menos, que 193.000 sólo en España. De acuerdo con este mismo balance, se estima que son unos 103.000 los niños de entre 12 a 16 años que marginan, agreden, golpean o insultan a otros alumnos, convirtiéndose en verdaderos acosadores o ciberacosadores. Estos contundentes y vergonzosos datos no deberían sorprender a nadie, pues son una realidad en todas y cada una de las comunidades autónomas del país (Canarias es, por cierto, la séptima comunidad con más acoso escolar).

Cierto es que cada vez que una de estas víctimas decide acabar con su infelicidad, saltan las alarmas en el Gobierno, desde donde se le pasa “la patata caliente” a los profesores y a los centros. No obstante, cuando vuelve a morirse el recuerdo del niño suicida, todo regresa a la normalidad. ¿Por qué no ha de ser así? El Código Penal vigente en España no recoge ninguna ley que refiera el protocolo de actuación que hay que cumplir ante un caso de acoso entre menores y tampoco castiga a los culpables. En realidad, ni siquiera existe algo que se le parezca al antibullying.

Resultado de imagen de acoso escolarCasualmente unos días después de la muerte de Diego, el Ministerio de Educación prometió elaborar un seguimiento que ayudará a controlar y a frenar este tipo de abuso. Sin embargo, la política tiene una concepción cuanto menos curiosa del sentido de la prioridad, ya que este supuesto proyecto no cuenta aún con un presupuesto cerrado o con un plazo de elaboración. En su lugar, señalan a los colegios e institutos como la institución desde la que se debe tratar y erradicar el acoso y proponen manuales sobre el tema, que serán “ideales” para los profesores y los padres. ¿Cómo lograr semejante desafío si centros como el de Arancha (la joven que se suicidó en Madrid unos meses antes que Diego),  cuenta con tan sólo un orientador para más de un millar de alumnos? El seguimiento que Íñigo Méndez de Vigo, ministro de Educación, propone, no solucionará nada, pues la sociedad ya ha demostrado una y otra vez que los números son fáciles de olvidar.

La pregunta que plantea el señor Méndez de Vigo es la errónea: no debemos cuestionarnos “cuántos” sino “por qué”. ¿Por qué un niño encuentra los motivos que lo inducen al suicidio? ¿Por qué el dolor y la soledad que carga sobre su espalda le obligan a renunciar a toda la vida que tiene por delante?¿Por qué el temor que deben sentir justo antes de saltar se convierte en una nimiedad en comparación al miedo a ir a clase? ¿Por qué se pierde la inocencia de los niños cuando más de 103.000 se convierten en delincuentes?

“Hoy es mi hijo, mañana podría ser el tuyo”, fueron las escalofriantes palabras de la madre de Asad Khan, el niño inglés que se ahorcó en su habitación el pasado mes de septiembre, poco después de confesarle a sus padres que sufría acoso por parte de sus nuevos compañeros. Debemos acabar con la pasividad y exterminar la indiferencia. Necesitamos un plan legal que pueda respaldar todos y cada uno de los casos de acoso, un compromiso social y moral en el que intervengan no sólo las familias, sino también los centros, el profesorado, los niños y los políticos. Este conflicto debe trascender a un ámbito más general que la ley, debe llegar a todos los sectores de la sociedad y será desde ahí donde podamos empezar a trabajar para erradicarlo. No es suficiente el miedo o la pena fugaz ante este terrible fenómeno, sino una concienciación mayor que nos recuerde día tras día que aunque las víctimas sean pequeñas, no son pequeñas víctimas.

En octubre de 2016, una niña mallorquina de tan sólo 8 años recibe una brutal paliza en el recreo a manos de una docena de jóvenes de entre 12 y 14 años. El diagnóstico médico es claro: “hematomas graves por todo el cuerpo, desprendimiento de riñón, sangre en la orina y fisura de costilla”. Su hermana mayor y su madre acuden al centro público donde estudiaba la agredida en busca de una explicación, pero sólo hallan una puerta cerrada. Mientras los docentes y el equipo directivo señalan que “la paliza no fue para tanto” y acusan a los familiares de haber llamado a la prensa, la hermana de la víctima asegura que “la habían insultado y llamado gorda en otras ocasiones”. Los padres se niegan a llevar a sus hijos al mismo colegio al que van los agresores, pero no hay nada que se los impida, pues, dada su condición de menores, no se puede tomar represalias legales contra ellos. Los medios y las redes sociales se vuelcan de lleno en este caso, hasta que, pasadas unas semanas, las luces se apagan y la víctima vuelva a quedarse sola en el frío rincón de nuestras memorias donde aguardan impacientes, polvorientas y taciturnas todas las injusticias.



RMG

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